Ahora que se cumplen diez años del último viaje del Concorde, la sombra de un viejo equipo supersónico sobrevuela la NBA. ¿Tendremos pronto de vuelta a los Seattle Supersonics en la mejor liga del mundo? Dependerá de cómo deshojen la margarita los hermanos Maloof, propietarios de los Sacramento Kings, a la hora de vender o no la franquicia. Y en previsión de que el culebrón se pueda eternizar, quizá convenga echar un ojo a ese apodo de los Sonics superior a la velocidad del sonido: un contrato ganado por la empresa Boeing para fabricar con fondos públicos el primer SST estadounidense (Supersonic Transport) inspiró el nombre. Tras construirse dos prototipos, el proyecto de competir con el Tupolev ruso y el Concorde francés quedaría enseguida aparcado, pero el baloncesto arrancaba en 1967 su aventura de cuatro décadas en Seattle.
Los primeros Sonics del estado de Washington y del área que se conoce como Pacific Northwest no nacieron sin embargo en Seattle, sino treinta millas al sur, en la ciudad de Tacoma. Y no jugaban al basket, pese a ser un quinteto: The Sonics ya difundían con éxito su garage rock en las emisoras locales a mediados de los sesenta y se habían bautizado así no solo en referencia a las fábricas de Boeing circundantes sino porque sonaban como un avión. Potentes guitarras, volumen a tope y los alaridos de Gerry Roslie. También disparaban crudeza, en las letras y en el estudio: su primer álbum, Here Are The Sonics (1965), se registró en una grabadora de dos pistas y con apenas un micro para recoger todo el sonido de la batería, según Kurt Cobain, el más alucinante que había escuchado nunca. Él es uno de los múltiples músicos (toda la escena grunge, The White Stripes, The Black Keys…) rendidos al mito del para muchos primer grupo punk de la historia. Eso sí, aún no había crestas ni imperdibles, como prueban las icónicas portadas del debut y de su segundo trabajo, Boom (1966).
Para cuando los Seattle Supersonics culminaron su campaña inicial en la liga con Sam Schulman como propietario y Walt Hazzard deestrella, los otros Sonics ya habían dejado de existir. Su perfil salvaje no les permitió llegar al gran público, aunque legaron maravillas como estos tres temazos sesenteros: The Witch, Strychnine y, sobre todo, Psycho, que hoy valdría para musicar jugadas de Tyler Hansbrough (Psycho T es su mote), aunque el vídeo del link mola más. ¿Y a los pioneros del baloncesto profesional en Seattle, ya fallecidos, les iba la música? Schulman hizo negocios más bien en la industria del cine, pero ahí va un apunte: tiene un pase la banda sonora de Vivir y morir en Los Ángeles (1985), peli de William Friedkin en la que ejerció la producción ejecutiva. Lo de Hazzard llegó por vía filial: uno de sus hijos es DJ Khalil, productor de hip-hop y soul que ha trabajado con raperos como 50 Cent o Eminem y mitad del dúo Self Scientific.
Tacoma, la cuna de The Sonics, acogió a los Seattle Supersonics en la temporada 94-95. Jugaron en el Tacoma Dome (actúa allí Lady Gaga estos días) por las obras que darían lugar al Key Arena. Y la banda, que se reagrupó hace un lustro ante la demanda suscitada por su leyenda, ya nos ha visitado en festivales como el Azkena o el Primavera Sound (aquí la actuación, pura energía veterana). Por cierto, las siglas SST del transporte supersónico con las que arrancaba esta historia nada tienen que ver con el sello SST Records, clave en el indie estadounidense de los ochenta por grabar a grupos como Husker Dü, Meat Puppets, Sonic Youth o Dinosaur Jr. Son las siglas de Solid State Transmitters, porque su dueño, antes de dedicarse al rock, empezó modificando y vendiendo por correo equipos de radio de la Segunda Guerra Mundial. Habría sido demasiada casualidad.
Ramón Fernández Escobar